Nuestro ordenamiento permite imponer una orden que limite el contacto entre personas en casos justificados de tensión, violencia u hostilidad. Se le conoce como “orden de alejamiento” y tiene distinto alcance para cada supuesto.
Esta medida puede adoptarse al interponer una denuncia contra otra persona -aunque no exista aún resolución firme sobre el caso- o bien en la propia sentencia que pone fin a un proceso. Es muy habitual solicitar la adopción de esta clase de medidas en las acusaciones por delitos de violencia de género, dado que la carga emocional que une a los interesados recomienda el distanciamiento entre la supuesta víctima y el presunto agresor, y además, resuelve de forma drástica la interrupción de la convivencia en el mismo domicilio en el caso de convivientes, pudiendo llegar a apartar una persona denunciada de la que hasta ese momento había sido su hogar para paliar las posibles consecuencias de una venganza en un momento de tensión insostenible en la pareja. No falta quien afirma que esta regulación supone una discriminación positiva excesiva hacia la mujer, en oposición a la franca desprotección a la que se había expuesto hasta ahora. Dejando de lado esta debatida cuestión, lo que sí es cierto es que aporta soluciones radicales a problemas graves que pueden ser puntuales o el episodio último de una cadena de acontecimientos a fin de evitar males mayores. Esta orden de alejamiento se solicita expresamente por la persona denunciante al Juez, y este decide tras oír los argumentos del ministerio fiscal (que representa los intereses públicos del estado y puede optar por sostener la petición u oponerse a que se conceda), y el acusado, defendido por su abogado. Cuando se adopta la orden de alejamiento, el sujeto afectado por ella debe respetar una o varias limitaciones, más o menos graves y que pueden consistir en una o varias medidas de prohibición (por ejemplo, se puede prohibir que el alejado se comunique por toda clase de medios con la persona alejada, acudir a su residencia, a su lugar de trabajo o a los lugares que frecuente, o se le puede prohibir que se acerque a ella a una distancia que establecerá el propio Juzgado). Una vez impuesta la orden de alejamiento, se convierte en un mandato judicial para proteger la protección de las personas y la paz social y a partir de entonces escapa a la libre disposición de la víctima : la persona beneficiaria de esa orden no dispone sobre su validez, no puede levantar su eficacia con su sola voluntad. Y este hecho se traduce en dos consecuencias de enorme importancia práctica que habitualmente no se tienen en cuenta: a)la persona que pidió la orden de alejamiento viene obligada a observarla al igual que la persona alejada. No puede por sí sola dejar sin efecto la orden de alejamiento judicial, por mucho que exprese su voluntad en sociedad o por una una mera reconciliación en la vida real. Es más: en el caso de que la persona que solicitó la orden promueva la reanudación de la convivencia o el encuentro con el alejado, podría ser incluso penada por considerarse una cooperadora necesaria para cometer el delito de quebrantamiento de esa medida impuesta por el juez.
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